Al igual que la diosa, el dios unifica todos los contrarios. El sol brillante, la fuerza dadora de luz y energía, como la oscuridad de la noche y de la muerte. Los dos aspectos son complementarios, no contradictorios. No pueden identificarse como buenos o malos. Ambos son parte del ciclo, del necesario equilibrio de la vida.

Como el señor de los vientos, el Dios es identificado con los elementos y el mundo natural. Como señor de la danza, el simboliza la danza en espiral de la vida, las energías giratorias que atan las existencias a un movimiento externo. El encarna el movimiento y el cambio.

El niño sol nace en el solsticio de invierno cuando, después del triunfo de la oscuridad durante la noche más larga del año, El sol vuelve a salir. En la brujería, las celebraciones de la Diosa son con la luna, las del Dios siguen la pauta mitológica de la rueda del año. Cuando llegamos al solsticio de verano el rey Coronado asoma su corona que lleva aroma de rosas, la flor de la culminación unida al pinchazo y el cuerno. Su muerte se llora más tarde con el dios Lugus en agosto, y en el equinoccio de otoño, él duerme en el vientre de la diosa, navegando por el mar sin sol que es el útero. En Samhaim (Anmunobia) el 31 de octubre, él llega a la TIERRA DE LA JUVENTUD, la tierra resplandeciente en la que las almas de los muertos vuelven a ser jóvenes mientras esperan a renacer. El abre las puertas para que puedan regresar. Este es un mito, la afirmación poética de un proceso que es estacional, celestial y psicológico.

Al representar el mito en un ritual representamos nuestras transformaciones, el constante nacimiento, crecimiento, la culminación y la muerte de nuestras ideas, de nuestros planes, empleos, relaciones. Cada pérdida, cada cambio, incluso si es feliz, pone nuestra vida de cabeza. Cada uno de nosotros se convierte en el colgado, la hierba que es colgada para que se seque, el cuerpo que es colgado para sanar, y el AHORCADO DEL TAROT, cuyo significado es el sacrificio que nos permite pasar a un nuevo nivel del ser.

Y así, el Dios es el orgulloso venado que ronda el corazón del bosque más profundo, el del yo. Él es el caballo, veloz como el pensamiento, cuyos cascos dejan marcas lunares incluso mientras producen chispas de fuego solar. Él es la cabra/Pan, la lascivia y el miedo, las emociones animales que son también los poderes favorecedores de la vida humana.

Él es indómito como Dios del año menguante, el navega el último mar de la tierra de los sueños, el otro mundo, el espacio interior en el que se genera la creatividad. La mítica isla resplandeciente es nuestra propia fuente de inspiración interior. Él es el yo que viaja por las oscuras aguas de la mente inconsciente. Las puertas que el vigila, son el umbral que divide lo inconsciente de lo consciente. Mientras él está siempre muriendo, está siempre naciendo en el momento de su transformación, él se vuelve inmortal, al igual que el amor es inmortal aunque sus objetos puedan desaparecer. El dios al igual que la diosa tiene muchos nombres, él aparece a través de los tiempos, vinculado a ella, desde las cuevas paleolíticas hasta los toros de la antigua creta, hasta en las historias medievales de Robin Hood y sus valientes caballeros.

En el Culto CELTÍBERO su nombre es KERNUNNOS.